LA SANTIDAD EN UN MUNDO IMPIO

La santidad en un mundo impío

No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. Juan 17.15. Todos los creyentes tienen que vivir la vida cristiana en el contexto de un mundo impío. Algunos enfrentan tentaciones extraordinarias porque viven en el seno de una atmósfera flagrantemente pecaminosa.

El estudiante que vive en la residencia universitaria, o el hombre o la mujer que se encuentra en una base militar o en un barco, con frecuencia tiene que vivir en una atmósfera contaminada por la sensualidad, el desenfreno, y la lujuria. El hombre (o la mujer) de negocios con frecuencia sufre presiones tremendas en cuanto a comprometer las normas éticas y legales, a fin de satisfacer la avidez y la deshonestidad de sus asociados.

A menos que el creyente esté preparado para tales asaltos a la mente y al corazón, tendrá grandes dificultades para mantener su santidad personal.

Santiago escribió que parte de la verdadera religión consiste en “guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1.27), y Pablo nos insta a salir “de en medio de ellos, y (apartarnos)” (2 Corintios 6.17). ¿Cómo debe reaccionar el creyente cuando se ve rodeado por todas partes de presiones inexorables por parte del mundo pecador?

Resulta claro por la oración de nuestro Señor, que no es su intención que nos retraigamos del contacto con el mundo de los no creyentes (Juan 17.15). En cambio, dijo que debemos ser “la sal de la tierra” y “la luz del mundo” (Mateo 5.13-14). Los escritores del Nuevo Testamento dan por sentado que los creyentes han de vivir en medio de un mundo impío. (Véase pasajes 1 Pedro 2.12 y 3.15-16). Y en ninguna parte se nos dice que resultará fácil vivir en un medio impío. En cambio, se nos advierte que debemos esperar ser sometidos al ridículo y a las injurias (1 Pedro 4.3-4; 1 Timoteo 3.12; Juan 15.19).

En lugar de retirarnos del contacto con el mundo, debemos luchar para resistir su influencia. Para hacer esto en primer lugar tenemos que resolver que hemos de vivir orientados por las convicciones que Dios nos ha dado en su Palabra. No podemos ser como el personaje de El Progreso del Peregrino que se jactaba de poder adaptarse a cualquier compañía de personas y a cualquier tipo de conversación. Era como el camaleón que cambia de color cada vez que cambia el medio en que se encuentra. Algunos de nosotros hemos conocido a personas que poseían dos vocabularios: uno entre creyentes y otro entre sus compañeros del mundo.

Las convicciones que desarrollamos en cuanto a la voluntad de Dios para una vida santa tienen que estar suficientemente afirmadas en la roca como para poder aguantar el ridículo por parte de los impíos, y las presiones a que nos someten con la intención de conformarnos a sus costumbres impías. Todavía recuerdo las burlas de mis colegas de la oficialidad del barco, que me molestaban sin misericordia con respecto a un enorme cuadro obsceno que habían colocado en un lugar destacado del comedor para oficiales.

Un modo útil de afirmarnos para vivir de conformidad con nuestras convicciones, es el de identificarnos con Cristo abiertamente, donde quiera que nos encontremos en el mundo. Esto debemos hacerlo de un modo claro, pero con gracia a la vez. Al integrarme a la tripulación de un barco nuevo, procuré identificarme como creyente mediante el acto sencillo y silencioso de llevar la Biblia cuando bajaba a tierra de franco. El estudiante en la universidad puede hacer lo mismo, dejando su Biblia en un lugar donde pueda ser vista por todos los que entran al cuarto. Esta identificación abierta con Cristo nos ayuda a evitar la tentación de adaptarnos a las circunstancias pecaminosas que nos rodean, como lo hizo el personaje del Peregrino.

Pero aun cuando resolvamos vivir en el mundo sosteniendo las convicciones que Dios nos ha proporcionado mediante su Palabra, y que nos identifiquemos abiertamente con Cristo, de todos modos somos expuestos con frecuencia a la contaminación del ambiente impío. Los cuadros obscenos por todas partes, los cuentos y chistes lascivos que se cuentan en nuestra presencia, la interminable relación de actividades inmorales, y la jactancia de los que las cuentan, tiene todo el efecto de arrastrar a la mente del creyente por la inmundicia de este mundo.

A esta lista podríamos agregar los atajos deshonestos que siguen aquellos con los que estamos vinculados en actividades comerciales, el constante chismorreo de los vecinos y los compañeros de trabajo, y las mentiras y medias verdades que oímos por todas partes.

La Biblia es la mejor defensa contra toda esta contaminación. David dijo: “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu Palabra” (Salmo 119.9). La Biblia purifica la mente de la contaminación del mundo si meditamos en su contenido. También servirá como continua advertencia para que no sucumbamos a las frecuentes tentaciones a fijar los ojos y la mente sobre la inmoralidad que nos rodea.

Conozco a un hombre que concurrió a una universidad humanística e impía. Al fin de proteger su mente de las influencias corruptoras del ambiente, resolvió dedicar tanto tiempo a la Palabra de Dios como a los estudios. Hoy ese hombre es un dirigente misionero que ha ejercido una profunda influencia en cientos de personas.

Pasajes de las Escrituras tales como “El Seol (infierno) y el Abadón (destrucción) nunca se sacian; así los ojos del hombre nunca están satisfechos” (Proverbios 27.20), y “Ni palabras deshonestas, ni necedades, ni truhanerías, que no convienen, sino antes bien acciones de gracias” (Efesios 5.4), son versículos que podemos aprender de memoria y meditar en ellos cuando nos encontremos en ambientes corruptos.

Sin embargo, la reacción ante el mundo pecaminoso que nos rodea debe ser más que meramente defensiva. Nos debe importar no solamente nuestra propia pureza de mente y corazón, sino también el destino eterno de aquellos que nos procuran corromper. Dios nos ha dejado en el mundo para ser tanto sal como luz (Mateo 5.13-14). El uso de la sal como metáfora para describir nuestra relación con el mundo nos enseña que los creyentes, tenemos que constituir una fuerza, un poder preservador, un antiséptico, un agente que impida y retarde la descomposición.

Dice el doctor William Hendriksen: “La sal combate el deterioro. De modo semejante los creyentes, destacándose como verdaderos cristianos, combaten constantemente la descomposición moral y espiritual… Por cierto que el mundo es inicuo. Más sólo Dios sabe cuánto más corrupto sería si no mediaran el ejemplo, la vida y las oraciones moderadoras de los santos.

Como “luz del mundo” somos los portadores de las Buenas Nuevas de salvación. Jesús mismo es la luz verdadera, y, así como se dijo de Juan el Bautista, nosotros hemos de ser “testimonio de la luz” (Juan 1.7-9). El creyente que testifica con espíritu de genuina preocupación por otra persona, no es probable que sea corrompido por la inmoralidad de esa persona. Y mediante esa preocupación amorosa y misericordiosa puede llegar a ganar a la persona para el Salvador.

No obramos como la sal de la tierra o la luz del mundo precisamente con censurar los pecados de los compañeros mundanos. Nuestra propia vida de santidad servirá de censura suficiente, y nuestro interés en otros a esta altura no es su comportamiento sino la necesidad que tienen de Jesucristo como Salvador. Henry Clay Trumbull era, entre otras cosas, un gran evangelista personal. Un día se encontraba sentado en un tren al lado de un joven que estaba bebiendo mucho. Cada vez que el joven destapaba la botella, le ofrecía un trago a Trambull, el que le daba las gracias pero no aceptaba.

Por fin el joven le dijo a Trambull: “Usted debe de pensar que yo soy un tipo bastante malo”. Trumbull contestó con gracia: “Creo que eres una persona de buen corazón”. Esta respuesta sirvió para que se entablara una conversación animada y seria con el joven en cuanto a su necesidad de entregarse a Cristo.

Después de que Jesús llamó a Mateo, el cobrador de impuestos, y estaba comiendo en casa de ese Mateo con un grupo de amigos, los fariseos se quejaron diciendo: “¿Por qué coméis y bebéis con publicanos y pecadores?” Jesús les contestó así: “Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5.30-32). Indudablemente esto es lo que Dios quiere que hagamos nosotros al brillar como luces en el mundo.

Finalmente, a pesar de todas las sugerencias hechas en este capítulo, puede llegar el momento en que el ambiente corrupto se vuelva intolerable; cuando nosotros, igual que Lot, nos sintamos atormentados por la nefanda conducta que presenciamos, o de la cual nos enteramos (2 Pedro 2.7-8; Génesis 19). Una situación semejante puede presentarse, por ejemplo, en las residencias universitarias mixtas, cuando hay parejas no casadas que viven juntas en abierta inmoralidad, o en un contexto comercial donde se ejerce presión incesante para que quebrantemos la ley o pongamos en peligro los principios cristianos.

En estas circunstancias, deberíamos considerar la necesidad de retirarnos de esa situación impía que nos rodea. (Me doy cuenta de que esto puede no resultar posible, humanamente hablando, en una situación militar, pero podemos echar mano de la oración, puesto que para Dios todo es posible).

Hay que admitir que es difícil mantener la santidad personal en un mundo impío. Las sugerencias que anteceden no tienen como fin hacer que el problema parezca fácil, sino el de ofrecer ayuda práctica ante un problema serio. Por sobre todo, debemos mirar a Jesús, el que, aunque comía con publicanos y pecadores, se mantuvo en sí mismo “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (Hebreos 7.26).

Además, debemos hacer nuestra la promesa siguiente: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Corintios 10.13).

Tomado del libro: En pos de la santidad
Jerry Bridges

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